martes, 21 de octubre de 2008
LXX
He descubierto que uno se inventa sus propios fracasos. Si, ya sé que no soy Cristóbal Colón, Newton, ni Jimi Hendrix y que no descubrí nada nuevo, pero nunca había pensado que son las ambiciones personales las que delimitan en cierto grado, lo más amargo de nuestro fracaso. Los símbolos que representan a nuestras almas en el mundo exterior no entienden nada de límites. Ahí tenemos que actuar con rigidez y estricta autoridad, para saber circunscribirlos a la realidad de nuestros proyectos y no confundir las pocas y vagas ideas que podamos llegar a concebir. Así cuanto más queremos, más fracasamos. Pero a no confundir pretensión con ambición (léase su exacta definición), porque sin pretensiones estamos muertos en vida, pero si esos niveles estándar los llevamos a puntos inimaginables de absurda omnipotencia, ya sea fama o reconocimiento, podemos sentirnos fracasados aún en el podio y descorchando una sidra de veinticinco litros. Así que sería recomendable apoyar nuestra espalda en el tronco de un árbol de la plaza más cercana, y mirando a nuestro alrededor, plantearnos realmente qué es lo que queremos para nuestras vidas, de una vez por todas. Y seamos precisos, que en este caso pedir más no da margen para no decepcionarse. Sí, más bien, damos un empujón suicida al poco autoestima que pueda quedarnos.
Publicado por
Mauro Fernández
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