jueves, 16 de octubre de 2008

LXII

Sorprendida, ella, sólo atinó a lanzar un eufórico -¿Por qué no te vas un poco al carajo, viejo desagradecido hijo de mil putas?-. No era para menos. En un parpadeo casi imperceptible, su andar rondaba la esquina de Gaona y Nazca, perdiéndose así al campo visual de Amaro. Él, aunque aún inconteniblemente exaltado, comenzaba a revolcarse en el fango del remordimiento. Pensaba mucho, vivía poco. Sabía al guiño como un ente de incomensurable complejidad, de simple significante e infinitos significados. Jamás hubiese podido decifrar si aquella morocha despampanante se le había insinuado, demostrado un solidario cariño, o indicado tener el ancho de basto. ¿O no imaginan un mundo donde se jueguen cartas incluso en la puerta de un bar, ante un extraño desorientado? Y ante esa hábil y agraciada jugada, el cobarde se fue al mazo.

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