jueves, 18 de septiembre de 2008

XXXVII

Plaza Misserere tiene algo sumamente peculiar y característico, tanto en su verde superficie como por los canales subterráneos que la subyacen. Tiene poesía, historias, diversidad e inclusión, pero principalmente, tiene una inmensa y constante propensión a la tragedia. Once en particular, como centro neurálgico, se encuentra atiborrado de excesos y, por consiguiente también, de desenfreno y desinterés. El momento en que el subte abandona la estación Loria, rumbo a Plaza de Mayo, puede generar sensaciones de altísima turbulencia física y emocional. Sabemos que estamos a punto de sufrir una embestida certera por parte de las huestes ansiosas que aguardan impacientes, la llegada del subte. Pero no es cualquier subte, debe ser el único. Si, seguramente lo sea, porque sino sería inexplicable la vehemencia con la cual se inmiscuyen esos seres urgidos de traslado, ejerciendo una presión tal, sólo digna (por poner un ejemplo) de un recital de La Renga. Y es en ese momento cuando uno recuerda lo sucedido años atrás, y sólo metros más arriba de esa estación. Donde la ambición, la desidia, la ansiedad y el desinterés, convirtieron un hecho trivial en una masacre. Eso se vive en Once. Esa es la única partícula de aire que ingresa formulando pensamientos indeseados, cuando dejamos de ser individuos y pasamos a ser un todo masificado en la simpleza de un vagón de subte. Y conviviendo entre la manada y los pensamientos, vuelvo a hacer memoria y, hoy más que nunca, me pregunto: ¿Dónde carajo está Julio López?

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