lunes, 29 de septiembre de 2008

XLIX

Mi habitación tiene un aroma bastante raro. Digo aroma para no caer en lo llano de la expresión olor, la cual siquiera connota un mínimo indicio de estímulo sensorial. Esto es radicalmente otra cosa. Pero lo extraño, es que sólo se percibe al ingresar al cuarto, no en otro momento. Es como si una ráfaga de aire nos tomara por asalto, con sus odoras novedades. Y como ante todo cambio, se da paso a la promiscuidad y a la intranquilidad, alejándonos así, cada vez más de la tan ansiada ataraxia. De todas formas, y por más que algunos se empeñen (o nos empeñemos) en negarlo, somos seres estoicos por demás, ya desde el instante en que superamos la tragedia de ser aventados a un mundo nuevo, totalmente ajeno, incierto y cruel, con hambre y sin un manual de instrucciones. Entonces es cuando nuestro desconcierto amaina y comenzamos a entretejernos con lo que nos rodea. El aroma ya no es tal, sino una realidad constante. Pero que sorpresa me llevo al abrir la puerta de mi habitación en sentido inverso. Al salir al patio, mi olfato vuelve a cruzarse con irrefutables novedades, confirmando mi teoría de que no es el cuarto el que tiene un raro olor. Más bien será todo cambalache inesperado, el que nos sorprenda hasta en los más diversos sentidos.

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