viernes, 2 de enero de 2009
CXXXIX
El juez dio el pitazo inicial. Tanto a fuerza de pólvora y estallidos celestiales, como de bombachitas rosas y deseos depositados en el inmediato porvenir, no queda más remedio que decir adiós y abrir los brazos a un nuevo año. Un año que, personalmente, me encontró inerme, repentinamente asaltado y desprovisto de certeras municiones absolutistas. Con una sonrisa en el rostro, por haber sabido resquebrajar la celda de cristal que enclaustraba a mi niño interior. Aprehendiendo. Mis poros abiertos sudan hacia adentro una historia antigua y entreverada, con designios símiles pero deformes que se inyectan en el presente y proyectan hacia el futuro. Un líquido fluído que corre por las venas abiertas de nuestro desinterés. Las penas son ajenas, siempre que las vaquitas sean de nosotros. De Yupanqui a Cabral, o de Rodríguez a Fernández, la impronta revolucionaria hurga como un niño inquieto, buscando constantemente el haz de luz. Alguien tuvo el coraje de espiar por la mirilla de mi armadura, desnudándome más allá de la piel y los huesos. Y entonces me vi reflejado, queriendo salir. Con una vehemencia repentina nunca antes sentida. Forjando desde hoy un destino inexorable. Engordando de experiencias ingeridas en libros, charlas familiares, búsquedas virtuales, recorridas callejeras. Vestigios de un espíritu amorfo que se siente en expansión, abriendo las alas y dispuesto a volar más allá de las limitaciones que la vida parezca imponer.
Publicado por
Mauro Fernández
a las
14:32
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