"Tenía curiosidad por conocer aquella casa. Pero aquí no encuentro tejas. Ni pianito. Ni vals. Una gran pared gris y descascarada, una ventana con persiana baja, y un portón de vidrio y hierro. Sobre ella, en letras metálicas, un nombre: Lydia. Toco el timbre [...]."
Así relata Laura Giussani lo vivido por ella años atrás. Así podría relatar yo mismo, las irrepetibles percepciones que tuve en la tarde de hoy. Hoy los reyes no vinieron, hoy busqué a la reina (y la encontré). El caserón de la calle Conesa comenzó a desgarrarse de las frías hojas de un libro para comenzar a formar parte de mi vida, incluso en el momento en que leía su descripción. Hoy, definitivamente, es un jirón imborrable de mi historia.
Toco el timbre y, claramente, no es Lili quien abre la puerta. Es más bien un señor canoso, de mirada firme y temeraria, quien asoma su rostro por la ventana. Me acerco y tímidamente le hago un relato mínimo, de novela, y le confieso que estaba en busca del espíritu de Lili Massaferro. Carlos me invita a conocer a Liliana Belloni, segunda hija de Lili, hermana de "Manolín" (como el recuerdo lo evoca), masacrado por las "fuerzas del orden", allí por el año 1971 en el partido de Tigre. Liliana me pregunta desde la ventana si temo a los perros y, ante mi negativa, me invita a pasar. Las puertas de la calle Conesa se abrían para mi. El "Lydia" inscripto en el muro, quedaba fuera de mi campo visual, para adentrarme en la magia del mundo de Lili: en su familia.
Lo vivido dentro de esas paredes, quedó grabado a fuego en mi memoria. Lo inefable, son las puertas abiertas, los puentes tendidos. Tanto con Liliana como con Carlos, con Lili, Manolo, Pirí. Con Paco Urondo. Con Firmenich y el Che Guevara, con los Aymara o con el imperio incaico. El despertar del espíritu rebelde en las historias vividas y por vivir. En Cromañón y la militancia setentista. Todo se hizo uno en ese fantástico caserón, detenido en el tiempo. Porque allí hay más que muros, muebles y habitantes. Allí corren aires insurrectos e inconformistas, rebledes y vitales, solidarios y bien predispuestos, que rebalsan el ambiente con su áurea efervecencia, mágica y principesca. Pero fielmente, humilde.
Agradezco de corazón a Liliana Belloni y a Carlos Ballivián por la confianza y la gentileza con la que me regalaron una tarde irrepetible. Gracias también a Rosario Espina por haberme introducido hace un tiempo en el mundo de Lili, con la simpleza y el oportunismo de saber cuándo y qué libro prestar, a quien había perdido la sed literaria.
Una tarde muy mía, que es suya.
Un momento muy nuestro, que es de un pueblo.
Un pueblo que es Lili, o debería serlo.
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