lunes, 12 de enero de 2009

CXLV

Es como abrir los ojos entre una modorra nebulosa e inconsistente. Despertar de un letargo. Renacer de una alucinación casi tan real como lo es misma, la realidad. Las pestañas asquerosamente pegoteadas orientalizan la percepción primera del nuevo día. Buscar desenroscarse inútilmente de unas sábanas invisibles que en algún momento, quizás -de haber existido-, hayan jugado el íntimo rol de manto para su cuerpo; acariciándolo, protegiéndolo. Las articulaciones, inexistentes; los músculos, latentes; el sudor, seco y mutado a una nueva capa de piel que habrá de deslizarse en escape irremediable, algunas horas más tarde. El despilfarro de balbuceos inefables, la voluntad hecha trizas como vestigios de una guerra suscitada, de la que sólo quedan las ruinas del después. Y el muerto resucitado, sonriente. Amando la muerte, como siempre. Aprendiendo a vivir, como nunca. Levantándose entre su ciudad desvastada como un mártir condescendiente, que sólo sabe amar a su enemigo.

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