El Grito
Había ya olvidado lo que era tomarse el tiempo. Hacer una pausa en los engranajes que funcionan en su cabeza para permitirse un respiro aliviado, una cuota de tranquilidad. Volvían a hacerse presentes esos cafés reflexivos de madrugada, ese jazz que barría con sus escobillas a todos los males y acompañaba con sus vientos a cada uno de sus pensamientos, hasta que encontrasen la palabra justa donde mecerse y descansar. Tal vez la falta de sueño y el aburrimiento lo hayan llevado a elegir el día para sentarse nuevamente y pensar más allá de las horas, más allá de los motivos y razones en esta devastadora progresión infinita que es nuestro existir. O tal vez, como tantas otras veces, se sintió agobiado por la realidad, por las supuestas tautologías que adopta la sociedad moderna en pos de una vida más redituable, en todo sentido. Quizás el amor esta vez fue muy fuerte para el, lo que hizo que sea también casi inmanejable, su miedo a perder. O hasta podría ser cierto que ese día se haya visto inserto en un mercado oscuro del que nunca quiso formar parte (del que aún no quiere formar parte), viéndose representado desde ahora y hacia todos, tan sólo como números. Y por eso es que no le gustaba la matemática. Porque los números no eran lo suyo, porque ponía a la persona antes de la cifra, o al sentimiento antes que la cantidad. Y los resultados al fin y al cabo, no serían congruentes con una operación aritmética, así como tampoco sería la práctica congruente a la teoría, más allá del nivel de pragmatismo con el que se la aplique. Porque es así, los seres humanos tenemos nuestras falencias y defectos, y el lo sabía muy bien. Toda aplicación matemática que remplazare una interacción humana y personal, concluiría irremediablemente en la decadencia.
La experiencia de viejos sabios y otros que no tanto le mostraron un camino por el cual sus pares caminaban, agolpándose. Ancho e interminable camino, que hace una inconmensurable cantidad de tiempo venía siendo pisado por las suelas de incontables zapatos rotos y descosidos (análogos mortales). Y creo que por su vagancia o por la necesidad de no estar apretado es que eligió otro camino (si, creo que fue eso, pero no puedo recordar con exactitud, tal vez no esté en lo correcto y pido perdón si así lo fuere). Eligió un camino mucho más estrecho, mucho menos concurrido pero con el viento en contra y lleno de baches y obstáculos que dificultaban el andar. Decididamente no quería resignarse a los peajes que había que pagar en la otra vía. Esas cuotas de resignación, traición, falta de reconocimiento y valorización hacia el prójimo, las relaciones de compromiso, los amores inconsistentes que construían sus cimientos sobre la necesidad de las partes de no quedarse solos. Y el no las iba a pagar, no porque no trajera dinero, sino porque siempre elegía comprar cosas con valor de reventa, y no esas chatarras oxidadas, repetidas y sin contenido que la sociedad tenía para ofrecerle; no vaya a ser que un día quiera revender su amor o sus amistades y nadie las quiera comprar.
Le resultó tan tortuosa su elección, que mil y una veces se maldijo e incluso consideró volver atrás para retomar el camino de la mediocridad. Es que ya no soportaba ese viento que cada vez se hacía más fuerte y defenestraba toda idea cargada de originalidad, lucha o buena voluntad de su cabeza; ese viento que no lo dejaba avanzar y quería encarrilarlo por el camino “correcto”, martillando con frustraciones y dificultades como si se tratase de una tortura china que jamás habría de acabarse, sino junto a su andar.
Muy cerca estuvo esta vez de abandonar sus valores éticos y morales, de entrar en la máquina moldeadora y salir como un ente totalmente corrupto por bases ajenas e insensatas, pero no les iba a resultar tan fácil. Prefirió un grito ahogado junto a un Sarmiento que pasaba a toda velocidad por la estación Caballito, y en su fugaz rumbo al oeste no se pudo deleitar con todo lo que salía de la boca de aquel. Porque el grito no fue sólo un grito, fue mucho más. Fue una proclama de valores, una constitución interna vomitada, un aullido de lobo cansado pero siempre listo para volver a atacar, una paloma que había sido liberada para volar en paz por sobre las pequeñas cabecitas de esa rama mamífera, conformista y pusilánime que demuestra ser el ser humano...
Entonces volvió a valorar el tiempo, su tiempo. No el de nadie más, sino el suyo, propio, que a veces, era necesario dejar de lado para sentarse a escribir en tercera persona alguna que otra fantasía que el café y el jazz, lo hayan llevado a imaginar.
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