jueves, 11 de diciembre de 2008
CXVII
El desierto es un camino árduo de transitar y sus ciclos residen en las estrellas. El sol calcinante del día quema mis manos, mi torso y mi rostro, sin piedad ni misericordia franciscana. La solidaridad no es para él un valor adquirido. El agua se hace ausente y los espejismos frecuentes. Y así voy aprendiendo que lo que hay después de un espejismo es la sed al veneno más fuerte. Pero la noche y su oscuridad me enseñan el camino. Y no por la oscuridad, sino porque siempre hay una estrella que más allá de sus limitaciones juega a ser sol. Se sabe brillante como ninguna y pone todo su empeño para pintar el cielo opaco de un celeste despejado y claro como sus intenciones. La historia de la estrella que no era sol pero sabía intentar serlo, es hermosa, aún cuando se asustaba de la inconmensurabilidad del universo y decidía taparse con una sábana para no ser vista. Se opacaba. Pero eso siempre me impulsó con vehemencia, a caminar cada vez más cerca del cielo, a dejarme morder por una serpiente amiga, y a dejar caer sobre la arena, el traje de príncipe que traía puesto.
Publicado por
Mauro Fernández
a las
1:33
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