martes, 11 de noviembre de 2008

XCI

Resulta ineludible ese cross de derecha que el vacío atina en el centro de nuestro espíritu, haciéndonos sentir un poco más nada, de lo que estamos acostumbrados a pensar. Desesperadamente lento fue el camino de aquel Santo hacia la meca, pero arbitrariamente opuesto, repentino y efímero fue su salto al infinito de los letargos, fiel reflejo de su paz interior. Sin lugar a dudas, eso que representa para nosotros, los mortales, la culminación de las enseñanzas, o el adiós a todo pasado, presente y futuro, fue carne en un espíritu viejo, sabio, que nunca permitió a su cuerpo ceder ante la tentación.

Encontrar la paz, parece cuestión de infinitas búsquedas, pero ¿cuán ciegos pudimos ser para no haber inmiscuido nunca nuestra ociosa búsqueda, en esos ojos que bien sabían guardarla?

Que egoísta se ve hoy, ese último “Hola!”, que aludía a mi reciente llegada a un hogar (que hoy se asemeja un poco más a una casa), encadenando lo suficientemente mi percepción, como para reconocer el “Adiós!” que su alma estaba susurrando.

Sería infantil (más que infantil, estaría bordeando sutilmente la línea de la idiotez absoluta) el dolerse de una partida que nos carga de vida, más allá de la ausencia que indefectiblemente genera. Llorar a aquel Santo que fue ejemplo de vida y que supo grabar las huellas del camino que todos deberíamos seguir, es sano, pero uno nunca debe desmoronarse sobre sus lágrimas, sino llenar mares de sabiduría bajo sus párpados goteantes.

Éste es sólo un adiós, para el Omnisciente. Para quién fuera de toda concepción social, civil o correcta, supo amar, compartir, dar, disfrutar, conocer, aprender, pero sobre todas las cosas, pacificar.

Al  pacifista en su máxima expresión. Al símbolo de los que somos “parte” de la vida, y no entes autárquicas ante la belleza exterior. Al eternamente vivo…

Adiós!

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