miércoles, 18 de febrero de 2009

CXCII

Cuando Rocío irrumpe en cualquier espacio, especialmente cuando sale esplendorosa por alguna puerta hacia las ruidosas calles de Buenos Aires, el segundero sufre el peor de los infartos. Como un imán de retinas, acapara -no se si por egoísta o por ser intensamente única- la atención de toda mirada que ande perdiendo el tiempo en otra cosa. Como una mariposa radiante, sonríe al compás de un vals inédito que sus cabellos danzan con el viento. Se entrelazan, se mecen, se funden y se hilvanan en la constancia inconstante de la volatilidad atmosférica. El mundo quieto, parece sólo dejar lugar a sus movimientos. Los edificios se empequeñecen bajo un sol sorprendido, que acaba de encontrar competencia. Con una postura casi antimonopólica, esta flor del Edén arranca la exclusividad que el astro poseía sobre la luz y el calor que los seres reciben para poder vivir. Ella los regala, y lo hace día y noche. Cruzarse con sus ojos quietos, puede perderlo a uno en un sueño eterno. Cuenta la leyenda que varios no pudieron escapar de su encanto, y quedaron por siempre apegados a su belleza. Pero sólo los sabios que supieron amarla y dejarla ser, encontraron en ella la salvación perpetua de sus almas.

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