Ella le pidió que doblase en la esquina y detuviera el coche en algún portón poco transitado. Sin reparos, obedeció. Aminoró la velocidad a paso de hombre y rozando el cordón diestro de esa calle siniestra, detuvo la marcha. Cruzaron una mirada desbordante de dudas e impertinencias, mientras su deseo ya naufragaba mar adentro del celeste de sus ojos. En un rapto de salvajismo, sintió la pasión hacerse verso. Dejá florecer la lujuria engayolada que te carcome esa moral, tan ajena; le dijo, penetrando sus ojos con firmeza. Hacé carne tus palabras impúdicas y efervescentes en la euforia de la noche; tomá las riendas de nuestro destino y violame despiadadamente en el asiento de atrás.
El aire lascivo cortaba como una navaja recién afilada y sus ojos de cielo comenzaban a arder en el fuego del infierno. Mordiéndose fuertemente el labio inferior, sus pechos aterrizaron con vehemencia sobre los latidos de su víctima conciente, mientras los labios desquiciados le inundaban la yugular. Su mano derecha, como por arte de magia, ya había desabotonado el vaquero y apretaba con estricta rigidez todo intento de virilidad que esgrimiese su amante, su víctima, su contrincante. Lo aventó en el asiento trasero, ya con las caderas desnudas, y corriendo la pollera se fregó, húmeda y latente, contra su olfato y su lengua. Una señora que volvía de la tienda, vio el auto inquieto, tambaleándose como epiléptico en plena calle y giró la vista. Para entonces, ella le arrancaba mechones de pelo y clavaba como una vampiresa sus colmillos en el cuello húmedo de aquel ser rígido, casi inerte que la penetraba una vez tras otra, precipitadamente, subyugado por el repiquetear hostil de sus caderas. Los gritos se oían en perfecta sintonía con los saltos del automóvil, y el celo vigoroso de la pasión, despertaba la envidia del letargo ajeno y vecino, que cerraba las persianas de sus casas de familia ante semejante espectáculo -del que jamás, y lo sabían con vana resignación, serían protagonistas-.
Las respiraciones apresuradas se hacían una, y él comenzó a apretarle duramente las muñecas, a clavarle las uñas, a desangrarla. Pero no había caso, ella no estaba allí. Ya había viajado a los anillos de Saturno, mientras él le inyectaba el semen de sus pasiones, del desenfreno y su famélica lascivia, sembrándola de vida sin percibirlo.
Sus espíritus se fundieron en la dimensión quinta, danzando un vals estrambótico y tiritante, con sus sexos imantados y agonizantes. Sólo lo inexacto de las agujas de un tiempo tan infiel como objetivo, pudo imaginar si el gallo cantó tres veces, o el alba los aguardaba; para entonces, la madeja de sus blondos cabellos y la sangre coagulada de los rasguños febriles, retrataban el vestigio perfecto de lo que jamás existió. De un pasado ya incomprobable, obsoleto e irrepetible, que se inscribía en la biografía no autorizada de dos prójimos, extraños.
Doblá media cuadra a la derecha y dejame. Gracias, nos vemos; y pegó el portazo. Ah, dijo volviendo sobre sus pasos, no me llames. Asintió con un suave gesto, puso primera y se perdió por la avenida más larga del planeta.
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