lunes, 28 de septiembre de 2009

CCCXXXVI: Degradente

Cruzo el patio y las estrellas trazan redes que hacen su vez de techo. Me detengo, dudo y vuelvo. Levanto la mirada como si nunca me hubiese sentido tan atraído por la fulgencia de aquel mar invertido de destellos azules. Y allá van las bombas. Las sirenas de ambulancia o policía (¿cómo va a saber uno cuáles a esta altura?) siguen de fondo como un paisaje auditivo casi imperceptible por los vicios adquiridos de la costumbre citadina. Con los bomberos es distinto; uno distingue a los bomberos. Será que el fuego nos resulta existencialmente más cercano que el crimen o la muerte. Y por el antagonismo que nos caracteriza, seguimos en la rivera esperando las sirenas verdaderas, de largos cabellos platinados y bellas colas de cetáceo. Esas dulces bailarinas acuíferas que nos deleitan con el roce etéreo de la carne, regalándonos con su saliva seca, esa partícula de oxígeno que abandonamos con sumo desparpajo allí en la costa. Aguardando esa ilusión tan promiscua como pérfida. El libro apócrifo que faltaba a nuestra historia. Allí, en Atlantis, donde los tesoros divinos duermen ajenos al entendimiento del hombre pensante.

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