Y allí estábamos, inermes pero desafiantes. Clavándonos ese puñal ineludible que es la mirada, asesinándonos de amor y encandilando esa playa fría que, absorta, posaba su vista sobre nuestro todo. Las agujas insurrectas se rebelaban contra la militarización del tiempo, los relojes se derretían en forma triangular y eran succionados por la fuerza centrífuga que giraba a nuestro alrededor. El ojo del huracán. La devastación completa. El fin de los tiempos. Las posturas sacándose chispas. Meciéndonos sobre una nube impúdica de entrega y completud, sabiéndonos únicos. Reposaba mi espalda en respaldos invisibles, mientras girabas tu dulce torso al tiempo que mordías con fuerza la belleza de ese tierno labio inferior, declarando una guerra que nos daría luz y entierro en un mismo instante. Esa es la guerra. La única e inclaudicable, verdadera guerra.
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