Y pensar que tantas veces decimos vanamente cuánto querríamos ser chicos una vez más para disfrutar del mundo como en aquel momento y sin pensarlo tanto. Valiente mi amigo que cuando el entorno lo hastió y preocupó en demasía, buscó una pierna conocida en la cual sentarse, una palabra de aliento y un instante de comprensión, sólo para cuando el mal sueño haya desaparecido, volver a aventurarse al descubrimiento del mundo.
domingo, 18 de abril de 2010
DXIV: Nuevo amigo
Ayer conocí a un amigo. Chiquito, tímido, pero valiente, de cabeza casi esférica, cuerpito morrudo y mínima estatura; vestía un buzo polar verde y azul estilo canguro, un pantalón de jogging y unas zapatillas verdes de lona, pero eso es lo de menos. Lo conocí en el 106 que va de Retiro a Liniers, a eso de las 5 de la mañana. Él estaba sentado en ese asiento individual que se ubica en la mitad del colectivo, pasando el espacio reservado para sillas de ruedas y casi en frente de la puerta de descenso. Ahí, solito, miraba con un dejo de descubrimiento cada movimiento que dábamos todos los que compartíamos destino o, al menos, camino. Me maravilló su mirada, su boca que connotaba todo lo que en su impecable respeto, callaba. Yo lo observaba cada tanto, tratando de no ser obvio ni invasivo, apoyado en los caños que sirven de amarre para las sillas de ruedas. En una parada sobre la avenida Córdoba, dos muchachos subieron y se ubicaron a la vera de mi amigo, charlando cosas triviales, jocosos y sin perturbar la calma. Pero visiblemente mi amigo se sintió incómodo. No sé si ante ellos o si repentinamente un término de la ecuación en la que estaba inmerso lo perturbó; algo le pasó. Empezó a mirarlos de reojo, miraba hacia atrás y al poco tiempo miraba por la ventanilla, para no ser descubierto tal vez. Volvía a observar, se preocupaba con los labios, el inferior siempre más hinchado y salido que el superior, se movía. Balanceaba las piernas y cruzaba los dedos, volvía a mirar por la ventana. Otra vez miraba a los pasajeros y cerraba los ojos con fuerza como intentando que el mal sueño desapareciera, pero no había caso. Entonces, en un rapto de honestidad y aceptación, levantó su cuerpito, cruzó el pasillo y se sentó arriba de un tipo casi idéntico a él. Indicó con la cabeza a su padre que ya no quería sentarse allá solo y se acomodó sobre su rodilla sonriendo. La preocupación se había desvanecido, ya estaba en casa. Al tiempo, los muchachos, que habían esperado parados un tiempo prudencial antes de sentarse por si mi amigo quería volver, se trasladaron a un par de asientos recién desocupados al fondo del colectivo. Sólo entonces, mi amigo volvió, se acomodó y siguió mirando tranquilo por la ventana.
Publicado por
Mauro Fernández
a las
23:17
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