Es ineludible ya la certeza de que los estados anímicos viven aletargados en mi interior, hasta que un factor externo y no necesariamente poderoso –puede ser la lluvia, una reacción, o bien todo ello en pleno acto de su involuntaria sinergia–, los despierta y les da entidad. Césped más verde, luz más brillante… Canciones de congoja explotando junto a la tormenta, en un trueno que aturde y un rayo que encandila. Necesidad de ser y de ser palabra, y silencio, al mismo tiempo. Suspiros que duran décadas, masacres que duelen nada en el colectivo de la inconciencia generalizada. Mercenarios militantes de la idea originaria, mutan oportunamente cada vez que el agente externo resucita a los muertos. Las piedras se corren, tres días de oscuridades. La falta de persistencia, los errores y las dádivas de un franciscano que me cruza en el diluvio mientras Noé pasa de largo con su arca, no hacen más que imantar la lágrima al incontinente mar de los suplicios. El cielo negro, la magnífica obra de las artes oscuras que trazan con nubes y euforias divinas los frágiles ánimos terrenos. Pirámides de cristal se quiebran sutiles al menor suspiro; faraones de la eternidad resisten en ellas con tristes y profundas, pero grandes esperanzas. Por siempre y para siempre.
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