viernes, 19 de marzo de 2010

CDLXXXVII: La puerta

Camino lento, con la mirada perdida, mientras poso mi mano en el picaporte abriendo la puerta de mi cuarto iluminado. Tres pasos. La verdadera puerta, el pasaje secreto. Siento un pesar repentino en el pecho y los párpados, como un disparo, y mi cuerpo rendido cae esplendorosamente sobre la puerta real. Un instante después estoy sentado en la oficina, y alguien dice que vino la gente de seguridad vial a hacer otra de las tantas auditorías optimizadoras de rendimiento. Y que el nivel de educación y comportamiento vial son paupérrimos, fundamentalmente los aparcamientos.

Salgo a la calle, anonadado y molesto, y compruebo que el Clío no está donde lo había dejado. Ahora descansa a 20 grados sobre la puerta de un garage. Me subo y repentinamente meto marcha atrás, luego primera y acelero en contramano por la calle Zabala, doblando en Roseti también en contramano para salir a una Forest paralela, extraña y amplia.

Johnny me grita desde un portón que reza “Discográfica y distribuidora”, e instantáneamente me detengo frente a él, no desde el auto que ya habría aparcado en algún lugar en milésimas de segundo, sino de pie ante su mirada cansada y escrutadora. Me pide un favor casi sin saludar y lo mando a cagar. Que lo haga él, yo me alegraba de verlo después de tanto tiempo y ese comportamiento me desencantaba. Empecé a alejarme en sentido opuesto y su novia me gritó desde la puerta para saludar. Vuelvo, saludo y paso al galpón. Allá estaban sus padres, la catequista compañera de mi vieja, y el padre que no conozco. Había dos personas más que no reconocía y como surgido del piso, un Rolo afeitado y de traje, pero siempre con esa sonrisa y esos ojos soñadores, inocentes y amigos. Me abraza y ahí veo que esas otras dos personas eran su familia. Anto no estaba. Salgo.

Me voy dispuesto a encontrar el auto, paso frente a la verdulería y veo uno parecido, pero congelado, lleno de escarcha. Miro la patente y decía BMO387, pero estaba algo ilegible esencialmente por la escarcha. Voy a ver la de la parte trasera, y decía otra cosa, mucho más larga, y allí si se notaban los retazos el Liquid Paper y marcador negro que alguien había utilizado para falsearla, igual que la delantera, pero con menos sutileza. Además, como si fuera poco, habían puesto una especie de antena violeta al costado izquierdo, casi en el baúl -eso aún me resulta incomprensible-.

Saco la llave, la inserto en la cerradura y con un mínimo esfuerzo, abro la puerta. Se ve que no habían congelado también esa parte, definitivamente querían que entrase al auto. En cuanto la giro, dos muchachos no del todo amigables, aparecen frente a mí. Les pregunto de dónde salieron y me cuentan que viven en la casa tomada de la vuelta -jamás había oído de ella, o tal vez si, pero hace mucho tiempo-, mientras no dejaban de adelantarse hacia mí. Dejo la puerta abierta y me alejo con la llave. Me siguen. Uno era grandote y moreno, el otro muy flaco, casi escuálido y con ropas deportivas. Me meto en la verdulería y en cuanto cruzo el umbral la estructura cambia como la perspectiva, y desde adentro es un supermercado. El grandote me mira desafiante, invitándome a salir por las buenas, a lo que respondo con un paso atrás. Se adelanta. Me atraso. Lo miro a los ojos y veo el ardor de la ira reflejada, entonces me doy vuelta y comienzo a correr. Él me sigue, y corremos a través de las góndolas hasta que se me avienta encima y me tira al piso, tras una pared de cristal. Comienza a golpearme y yo simplemente le pregunto por qué. Por qué yo, por qué así.

–¿Porque soy parte activa en la creación de la mierda que te tocó? ¿Por eso?– le digo; y sus ojos se llenaban de lágrimas mientras seguía golpeándome. Entonces decido profundizar el concepto de mi lógica –; yo soy la mierda, yo también viví la mierda de Cromañón y de novias muertas, de amor bajo tierra.

–Vos sos responsable, vos generas toda mi mierda también, ¿qué cargos te corresponden? Sorete. – lo increpé, desafiante y ya sin sentir sus golpes.

El grandote lloraba desconsolado, cubriéndose el rostro y comencé a alejarme despacio. Nunca se levantó, me dejó ir. Pasé por delante del otro que, por lo visto, habrá pensado lo peor y corrió puertas adentro del supermercado -que ya había vuelto a ser verdulería- para ayudar a su cumpa. Pero el auto no estaba. Empecé a caminar por Chacarita, salgo de algún modo a una Álvarez Thomas también distinta, bajo los rayos intensos del sol con la certeza que en el taller mecánico estaría el auto, en proceso de descongelamiento. Se ve que en algún momento Leandro me lo había dicho, y estaba ahí para retirarlo conmigo. Lo veo y el mecánico me pide un comprobante que definitivamente yo no tenía -¡ni siquiera había llevado el auto en primer lugar!-. Le dije que no lo tenía, pero que era ese, señalándolo con el dedo. Me lo entrega, subo y el interior era distinto. Le digo a Leandro que ese era un Ka, que no era mi auto, aunque estaba seguro que había entrado a él. Miré el interior y con una mirada cómplice, dimos por concluida la confusión. Llegamos en busca de un Clío descongelado y nos estábamos yendo en un Ka nuevito que tenía luces de avión. Una epopeya moderna.

Salimos en el Ka con Lea al volante, vaya uno a saber por qué y pasamos por una plaza extraña, llena de gente y circundada por casas tomadas -como la de la vuelta-. Mucha pobreza, fútbol y chicos divertidos, mientras en otro lado las familias hacían colas interminables para vacunarse o recibir comida. Yo, que ya estaba solo y caminando -el auto se habría esfumado en algún momento-, escudriñaba el lugar con desazón y desesperanza, aunque con algo de miedo a que mis recientes amigos me encontrasen y tomaran venganza por mi huída. En tanto, perdido en mis pensamientos, siento que piso algo. Miro y veo un bebé abandonado bajo mi suela y siento la náusea tomando mi faringe por la fuerza, al tiempo que saco el pie con vehemencia. Cuando me compongo, veo que alrededor había decenas de chicos igualmente librados al azar, y madres como montañas, inmutables, petrificadas en su vacío. Salgo corriendo y llego a una estancia, donde los jefes y otras yerbas tenían una reunión de la que, de algún modo era parte. No era netamente laboral, se hablaba de cualquier cosa en un clima jocoso, ameno y divertido. Aplauden en la puerta y alguien sale a ver quién es, y me llaman.

–Que bueno tener el trabajo de este pibe, ¡vive laburando! –acotó, sarcástico, un Voldemort triste, vencido y sin magia, por la visita que me obligaba a abandonar la reunión.

–Bue, porque vos la pasás mal ¿no?… –contesté, y dejé la sala.

Me mira iracundo, y le sonrío, sereno. Salgo a hablar con la gente, viejos conocidos que no puedo recordar, y vuelvo a la calle. Me esperaban el Tano y Rocío, ella del lado del cordón, él en el medio y yo del lado de la pared -vaya disposición-. Volvimos a pasar por la verdulería y, asustado, les conté la historia reciente.

–Tonto, ¿por qué no me contaste?– preguntó Rocío acentuando melódicamente cada sílaba, como cada vez que elegía que su corazón hablase con todo lo que sus palabras callaban.

–Emm, creo que porque no estabas.

–Pero por eso está acá –agregó el Tano–, para que sepas que siempre está, y está dispuesta a quererte y acompañarte.

Ni terminó de decirlo que yo ya estaba al lado de ella. Mirada penetrante entre los dos, conocida y profunda, y entonces se hizo cierta la comprensión de lo ilusorio y la vacuidad.

–Rocío, igualmente vacía, igualmente digna de ser amada, igualmente una próxima Buda –pensé.

Proceso interno, recuerdo y dolor de estómago, las mariposas muertas descomponiéndose en el bajo vientre. Y mientras me mira, tengo la certeza de que puedo comerle la boca, fundirnos en uno, ser inmortales, y volver a la nada en cuestión de minutos. Entonces, me río y sigo caminando; ahora, solo.

Creo que la excesiva comprensión, aunque naciera del más intrínseco dukka, me eyectó una vez más de este lado de la única y verdadera puerta, del puente al más allá, y fui al baño dormitando.

En segundos, sin recordar haber cruzado el umbral una vez más, estaba sentado en mi puesto de trabajo, y ella se acercaba, quizás de paso a buscar café, no lo sabía. Siquiera comprendía si estaba realmente en la oficina o qué estaba pasando en realidad. Más difícil resultaba éste discernimiento, cuando siempre se me había dificultado saber si lo fáctico era real y lo ilusorio mentira, o viceversa. Como fuere, yo estaba ahí -o acá-, y Camila se me acercó. Se paró tras la madera que delimita mi box y me dijo algo que no puedo recordar. Bromeamos unos minutos, y viendo un portal de Internet, vio a alguien que le causó gracia. Un tipo que resultaba ser famoso por haberse acostado con una modelo muy reconocida. El problema es que a pesar de su fama, nadie lo conocía porque en realidad nunca había estado con esta mujer, sino en la línea que nosotros escribíamos. Intuí en su risa un dejo de añoranza, y le pregunté si conocía al desconocido famoso.

–Sí, estuvimos juntos.
–¿¡Cuándo!? ¿Hace mucho? –le pregunté como exacerbando mi costado más chismoso.
–No, o si –se contrariaba indecisa –, da lo mismo.
–Pero… ¿antes de estar con Santiago? ¿Tanto hace?
–Puede ser –respondió sin contestar –, igual no tendría nada de malo si hubiese estado al mismo tiempo que con Santi.
–Con él se mantiene el amor, la pasión pasa por otro lado –agregó, y me miró insinuante.

Yo casi me caigo como los dibujitos japoneses que, de un segundo a otro, están tirados en el piso con cara de idiotas. Me encantaba por donde la mirase, me intrigaba conocerla más, compartir momentos y, quizás, casi diría seguramente, me calentaba otra vez el hecho de lo difícil, las trabas, lo prohibido, la anarquía. La estructura hecha cenizas y nosotros suspirando a su lado, para que no quedasen ni cenizas, ni vestigios, ni nada.

Sé que estos dos muchachos siguieron buscándome, y que yo andaba errante entre el miedo y la tranquilidad, entre el pasado y el futuro, pero sabiendo que los polos se atraen, podría llegar a vagar eternamente por el camino medio. Lo que nunca pude comprender es si esta epifanía concluyente, a modo de resumen ejecutivo de mi sentir al respecto, lo tuve antes o después de volver a cruzar el umbral. Antes de volver al mundo de las mentiras que parecen más reales, de los textos que cuentan lo incontable y del mañana que es tan incierto.

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