jueves, 16 de julio de 2009

CCLXXXIII: Testamento vital

Cansa. El cáliz de la inmortalidad fluye, pero cansa. El cuerpo no permanece en pie, la mente no encuentra sosiego y el alma vaga intranquila por algún rincón alejado de mi cuerpo ajetreado. Tal vez me vea diminuto en mi lejanía ausente, desde lo alto de un edificio porteño y espejado. Creo haber escuchado en las noticias, que alguna noche inadvertida, ella dio el paso que faltaba, trascendió sus miedos y se aventuró al vuelo del sueño eterno, dejándome ahogado en la soledad de la sangre gris, en el mar del despojo y la vacuidad. Si en la víspera de un nuevo mañana, por alguna razón, me tocase seguir sus pasos, exijo entereza en sus corazones. No me lloren, no me sufran. Sepan, mis amados, que toda acción o reacción mundana, sólo habrá sido forjada en pos del elíxir de los días, del éxtasis de la vida en su máximo esplendor. Que la fuerza que me ha imantado tras mi alma en esa búsqueda incesante que nunca pude abandonar, está cargada de vitalidad desde su raíz hasta sus cenizas. Llévenme siempre consigo, no como cruz sobre la espalda, sino como el silbido intangible y sagrado del alba, que despavila suavemente e invade por el tamiz de sus párpados helados.

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