sábado, 21 de agosto de 2010

DLXXIII: La cama

La cama es un buen lugar para morirse. Lentamente, eximido de vanos heroísmos y de pasiones inconclusas. De sentires excelsos y movimientos imprudentes, impertinentes. Los fantasmas de la cama revolotean las callejuelas empedradas del despojo, en la angustia de no tener nadie a quién asustar más que otros tristes muertos, menos blancos, tan diáfanos. Tumba del recalcitrante soñador de realidades, en posición horizontal. La horizontalidad, férrea manifestación póstuma de los cuerpos, muertos sobre un colchón y tantos cojines de pluma blanca. La cama no es un buen lugar para morirse. Es el único o, al menos, el mejor. Para morirse de pena, de tristeza. Para morirse de amor y matarse de enamoramiento. Desfallecer en la caricia dulce que se mece sobre tu espina. Fundirse en ese abrazo. Despedirse mutuamente o en soledad. Exhalar todo el tiempo, deseando que la última sea la mejor. ¿Quién te enseña a morir? ¿Quién estará sentado a los pies de la cama para cerrarte los ojos? ¿Reincidirá ella acariciando mi pelo cuando pretenda revivir? 

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