La noche pasó de largo. Ni los relojes, ni las cortinas advirtieron la constancia casi muda e inhallable del segundero. Tarde ya para la película que quisimos ver; tarde más, para despertarla. Los árboles, inmóviles. La muchacha de enfrente se me desnuda en la ventana, regalando una silueta a contraluz antes de cerrar la cortina y perderse de la noche. En mi boca, resabios del pollo al horno y la ensalada de jabón. Ese que lava la sangre y contamina menos que un gramo de aurífera codicia, trabada allí en las adyacencias del cerro diabólico -pernicioso él, por el sólo hecho de ser-. El parlante devuelve al Piscis de un nueve en sintonía, la nostalgia y los recuerdos. Luces bajas, no-ganas de un café en jarrito. Antes, cerrar el ciclo. Vuelvo. Un volver que vuelve a volver y no vuelve para quedarse, sino que vuelve a seguir volviendo. Volver a herir la belleza del mundo, simplificándola en torpes tipeos y virtuales renglones. Mejor me voy a la cama, a ver si vuelven los Reyes y me encuentran volviendo.
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