martes, 24 de enero de 2012

Eugenesia y los colibríes




Hay una casa que se le cae el techo. La tierra se subleva y es canción ante el silencio de los colibríes.

–¿¡Dónde están!? – grita Eugenesia y se lanza en un tiritante sollozo.

A ella siempre le pesó esa estúpida decisión de la madre que la parió y el ignoto que la preñó –a la madre, claro; dicen…–. El nombre siempre al hombro, como una cruz inolvidable y constante, clavada, sangrante.

–¿¡Dónde están esos gorriones!? ¡Carlos! ¡Berta! ¡La puta madre que me parió, ¿dónde carajo están esos pajaritos?!

Carlos jamás podría saberlo. Berta siquiera señalarlos. Ellos no estaban, ya no; no allí. Pero Eugenesia seguía llamándolos por su nombre a los gritos, preguntándoles cada tontera, cada imposible que se le viniera en ganas. Siempre los mandoneaba, pegaba un grito como dando una orden y exigía una urgente respuesta.

Generalmente no había apremio alguno, pero para ella era todo de vida o muerte. En efecto, todo es de vida o muerte; la negación perceptual de una realidad ególatra es la hipócrita que nos hace creer al resto que tomar ese happy hour en el bar de la vuelta no nos hará volcar en Panamericana y estrolarnos contra el guardrail. Ella lo sabía bien; bien, bien sabido.

Apuesto mis millones –de angustias– a que Eugenesia era mucho más lúcida que todas las otras viejitas que andaban por el Hojas Verdes. Incluso llegué a pensar que Carlos y Berta fueron vueltos al mundo por algún hada madrina que Eugenesia conoció en sueños, que fueron convertidos en colibrí y que cada mañana –como siempre había sido– le susurraban al oído algún dulce adagio de Bach.

–Escuchame, Ernestito… Los pájaros, pájaros son. Ni halcones ni colibríes; no saben de historias de héroes ni de cantatas poéticas. Son seres en ser-esencia, con sus alas tan iguales a las mías, con sus cantos tan iguales a los tuyos. Pero hay algo que jamás pude tolerar. Una espina que me clava muy profundo; un desgarro, que es su ausencia. Es su ausencia, tan igual a la de Carlos. Tan igual a la de Berta.

El último día de su zigzagueante y esquiva ruta hacia la muerte, Eugenesia me confesó su mayor convicción. Yo morí antes que ella. Carlos, Berta, ella y sus colibríes, no estaban ahí esperándome. 

2 comentarios:

DianaVan dijo...

Un halo de tristeza tan claro que se linda con la hermosura e inmuniza lo oscuro de esos, los que todavía, no escucharon colibríes.

Mauro Fernández dijo...

Gracias, Diana. Van, y vienen. Los colibríes y las tristezas. Los encuentros y las despedidas.