Cansado, desde el
suelo mismo del parque de Chilecito, con el Cristo vigilante y misericordioso a
mi espalda, veo niñas en pelotero y camas elásticas, dando saltos que llegan al
cielo. Son casi las dos de la mañana y la vida en el pueblo rebalsa por cada esquina.
Los vehículos desfilan a paso de hombre, con música –y otros ruidos– al taco y,
cada tanto, el infaltable neón azul. Un motoquero pasa despacio con una remera
negra manchada de una gota amarilla. En su cuerpo reza “El agua vale más que el
oro”.
Me encanta. No me sorprende, pero me encanta. “La marca te marca”, me
repitió Mario una y otra vez en sus fantásticos monólogos psico-publicitarios,
y está claro que el pueblo de Chilecito –y el de Famatina– está marcado por la
lucha contra el saqueo y la vulneración de su capacidad y derecho de
autodeterminación.
Volver de Alto
Carrizal es una vida de despojo. Un instante, claro, pero el abandono es tan
grande como la solidaridad y el compromiso fueron bajo las carpas. El aire
huele a lucha, los mates tienen el sabor al agua pura y al compañerismo, el barro en los pies –el barrio de pie– por baldear la tierra, hace y constituye al hombre nuevo desde sus cimientos.
Imposible en esta
hoja hablar de todos; del filósofo de Pergamino, del coraje y la madurez
individual y política de Willy que inspira y hechiza, del chino y sus
carcajadas, del liderazgo visible o invisible del Chelo, de la juventud
inquisidora que emana la sonrisa de Mara; la Fé de todos. El “Fuerte Apache”,
donde refugiar a los niños en caso de represión, la alerta constante, las
listas de ingresos y egresos. El pueblo tiene una sucursal, un punto en común donde confluir y defenderse. Un lugar donde están alegre y firmemente instalados.
Imposible describir
el espíritu que baja del Famatina con la luz de la luna y la intensidad de las
estrellas, en un cielo más negro que nada. José, agradecidísimo por el jaguar
que paró a Ledesma en su pueblo. Orlando y su metabolismo de setenta que, en
realidad, es eterno, joven e iluso.
Foto: Guadalupe Lombardo | Página|12 |
Y lo más puro, lo
más real: nadie te niega nada. Todos entregan su alma y su confianza, a pesar
de lo padecido. Guitarra y charango toca folklore mientras la flauta dulce
quiere adivinar una canción de escuela –creo que es la única canción que se
inventó para flauta dulce–. Nena de siete improvisa letras y su anárquico grito
pide libertad para viajar con su guitarra; le exige, le reclama: a mamá.
La política está en
todas partes. La gente en Alto Carrizal la construye desde los hechos,
demuestra que la resistencia tiene sentido y que su convicción, pacífica y
profunda, puede más que cualquier minera o cualquier lingote. Más que cualquier estratégico y traidor giro de la política de turno que se aprovecha de la fuerza del pueblo para basar sus negocios personales.
Vuelvo en camioneta
destartalada que llevó el lechón para la cena y volvía sin chistar ni masticar.
Mary y su marido relatan un derrotero que va del corte hasta Chilecito, pero
tarda unas cuantas décadas. Décadas que me recordarán por siempre la "ele" estirada en cada "claro" de Mary; con un dejo de parsimonia y aprobación maternal. Llegamos y nos miramos; nos fundimos, cómplices. Un abrazo nos despide, un hasta pronto precede a un gracias
por venir; la camioneta arranca rumiante y el hermoso matrimonio sigue al hogar que trabajan día a día, sin sueldos ni dádivas que los mantenga.
Pido un sillón.
Recepcionista hace un mes, el “jefe” le sabrá decir. Que no, claro. Y él,
Oscar, se cansa de pedir disculpas. Me ofrece jugo frío y lo rechazo, lo abrazo
y me voy. El Cristo aún vigila. Yo entiendo algo más. Esta pelea ya está
ganada. Esta cruzada ya es victoria desde que el famatinense es famatinense y
el chileciteño, lo propio. Hay algo que está claro desde el principio, y seguirá intransigente
e inquebrantable le pese a quien le pese. Hay un grito que ya es Pueblo, y no se negocia: el Famatina no se toca.
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