Volver a mí.
A escribir y a sentir, con afectos y defectos, con sus haberes y sus efectos. Así volver; crudo y ríspido, como un acontecer desganado de ser quien no se quiere, pero indefectiblemente, se es.
A escribir y a sentir, con afectos y defectos, con sus haberes y sus efectos. Así volver; crudo y ríspido, como un acontecer desganado de ser quien no se quiere, pero indefectiblemente, se es.
El cuerpo que muta por el arte de la emulación se presiona pero se olvida y anda por los caminos del tiempo, dejando atrás horas de imposición y dándole lugar a un inmediato de hastío. Claro, qué disfrute ni que hostias, el aquí y el ahora, usualmente, es hastío, caca y hediondo olor a pescadería de la vuelta.
Está herrumbrado el arcón de los recuerdos; ya muy lejano el devenir de la nueva vida que se esconde tras las columnas del viejo salón jugando unas escondidas que solo ella quiere jugar.
-¡Pica!-, le grito intuyéndome vencedor, y corro para ganarle. Pero no hay forma. Ella siempre se las ingenia para llegar con ventaja.
Es que la vida, tanto como la muerte, son astutas por naturaleza, primeras siempre, o últimas si les conviene. Se esconden en el pasado y te llaman desde el baúl de vieja madera al que algunos tontos han bautizado nostalgia. Otras, desde el futuro se asoman picarescas y te tientan con zanahorias frente a tus narices, jugando el juego que locas llaman gula, y tontas, ambición.
En el medio, allí, ahí mismo anda la verdadera vida –y la verdadera muerte–, camiando a tu lado, viendo como perdés experiencias (aunque no el tiempo, porque claro tienen que el tiempo no se pierde, sino que se transforma y se repite) jugando estupideces con los dobles que te han montado. Y que te creíste (y que me creí).
Pero ahí ando, así sigo, mirándome al espejo estos bobos ojos negros, leyéndome las manos con la tarotista de Pedernera, y extrañando las borras del café del bar de los gordos crotos.
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