Si el infierno
tiene sucursales, está claro que el Alto Palermo un 23 de diciembre, último día
hábil pre-navideño y en el preludio de la “Noche de los Shoppings”, es la más
concurrida y fiel a lo que éste será por ahí abajo.
Como en un clericó
preparado para acompañar el pan dulce y los mantecoles, gente de todas edades,
estratos, colores y presupuestos, compraban a último momento, faltos de
previsión o de tiempo, algo para sus seres queridos que ni se imaginan la
locura a la que han sometido a los suyos.
Esos seres rojitos,
medio enanos pero crecidos por magia del shopping, que interpretaban loas
navideñas, villancicos y otras canciones, cada tanto metían un vuvucelazo ensordecedor
y gritaban por un megáfono que comenzaba el 30% de descuento en Rapsodia. Se
desataba la locura. Me sentía en “Mi pobre angelito”, no sé por qué, pero algo
me llevó a sentir extra o protagonista de una película hollywoodense. “¡Tres, dos,
uno… Nos vamos de Rapsodia!”, y seguían “¡Ahora el 25% en Etiqueta Negra!
Vengan los hombres; vamos que hay 25% de descuento para todos ahora en Etiqueta…”.
Pánico y locura en Palermo.
Todo giraba, ya de Hollywood
pasaba a estar inmerso en una de Kubrick, los sonidos me aturdían, las luces me encandilaban,
la gente me enervaba. Es sorprendente lo que la imitación de costumbres
anglosajonas, las peores, pueden traernos a estas tierras; pero ojo, todo
endosado por el Gobierno Nacional y sus feriados del consumo eterno. “Para
consumir hay que tener tiempo”, me susurran al oído, y claro que es así. Nada
de viajes, nada de días libres, nada de terminar el libro que habíamos
comenzado y el trajín de la rutina no nos dejaba terminar; no no, es fe-ria-do, ¡a com-prar!
Ese tipo de gente,
la gente de shopping, es extrañísima. Me recordó un poco a Londres y otro poco
al Mercado Central. Somos una mezcla divina de torpe estilo exhibicionista con
berretada de Narciso. Gente que parecía recién bajada del escenario, otros a
punto de subir, muchos que tendrían –seguro– sus asistentes de vestuario, sus personal-trainers, sus vidas tan
imperfectas como todas, aunque mucho más lindas; y hasta algún que otro
empleado más para mantener toda la vidriera a tono. Entre este menjunje amorfo
no puedo identificar figura alguna que se destaque, no tengo historia que
contarles, más que mi generalista impresión de la masa idiotizada y lista para
el show en la vidriera al estima del prójimo, tan objeto-comprador como objeto-comprado.
Salgo, media cuadra
hasta la esquina y miro. Empiezan a aparecer otras navidades.
Junto al cesto de
basura de Coronel Díaz y Santa Fe, un hombre vestido sólo con una bolsa de residuos
negra, a modo de túnica real, barba larga y prolijo cabello negro, saca un vaso
con restos de Coca-Cola, huele y mezcla con el resto de café Starbucks
que tenía en la otra mano y que habría encontrado hace instantes en algún cesto anterior.
Para algunos, "Papá Noel" se fue de vacaciones |
En la otra cuadra,
una pequeña librería me llama la atención. Entro. “Montoneros: la soberbia armada”
me pega un grito y me dice que es un gran regalo de navidad para mí mismo. Pienso
dos veces cuánto me va a costar conocer la versión de Giussani –Pablo; al respecto, ¿alguien
sabe si es el padre de Laura, o algún familiar?– al respecto de
un pasado tan vigente como pocos, aunque es tan sólo una trampa de la razón
para demorar algo que indefectiblemente iba a ocurrir.
Mientras espero que
otros hombres compren sus libros, veo paradito, ahí como si nadie lo notara,
perdido entre las montañas de otras historias, el libro de Jon Krakauer que
siempre había querido conseguir: “Hacia rutas salvajes”. Sí, dos meses de la vida de Chris
McCandless hechos papel, minuciosa investigación periodística convertida en novela y absolutamente
apasionada sobre un destino tan mortal como el resto, pero con una búsqueda que
lo hace único. Lo agarro, pregunto el precio de ambos –¿por qué?– y los llevo.
El hombre de al lado apenas susurra “qué buen libro”, cuando la novela de
Krakauer se le asoma, y me da otro vendaval de aire fresco, otra Sudestada
lejos ya del Katrina yankee de hace
dos cuadras.
La empleada le pregunta: “¿Usted es Mauro Fernández?”, a lo que
interrumpo y doy la negativa, afirmando que ése soy yo. Dos segundos después,
pensé en las trampas del destino y en mi inequívoca respuesta, como si
Fernández fuese un apellido poco común y Mauro “mí” nombre y de nadie más. Le
comento esto a mi compañero de fila, ríe, asiente, y emula un encuentro de
tocayos absolutos. Le dan los libros al Mauro Fernández que no soy yo –ni él–,
y al mismo tiempo que da la media vuelta de regreso a Santa Fe, me dice: “Chau,
Mauro. Feliz Navidad”. Feliz del encuentro, compro uno más, ahora de Walsh, “El
violento oficio de escribir”, esta vez para regalar, y dejo ese salón de
bellos encuentros en la memoria.
Ya en la calle, y ya
entrada la noche, me encuentro cada tanto con aquel yo que no soy yo y nos
ignoramos, como por regla matemática, sabiendo que todo estaba ya dicho; cualquier otra palabra arruinaría la nada que habíamos construído.
Me
siento en la puerta de otra librería, en la cuadra siguiente –a tres de la mejor
sucursal del averno que ya para estos tiempos habría recibido centenares de
nuevos fieles–, y empiezo a leer la historia tantas veces vista de McCandless –ese
nombre que me remite siempre a vela apagada, a luz extinta, a Candle-less–.
Apenas en la página
16, un muchacho interrumpe mi lectura y me saluda, pidiendo perdón por lo
primero. “¿Qué estás leyendo?”, pregunta mientras se pone en cuclillas al lado
mío. Cierro el libro y le muestro la tapa, mudo y expectante, con cierto desdén
aburguesado a la espera del pedido de plata, un pucho, o la oferta de vender
algún ácido extraño. Nada de eso ocurrirá.
El muchacho, un
pibe como vos o como yo, luego de buscar un rato en su bolso, saca una hoja de
papel escrita y pregunta si puede regalarme una historia. “Sí, claro”, le digo
ya con los ojos iluminados y declarándome culpable por las nubes sobre mis
sentimientos. “Bueno, muchas gracias, ¿fuego no tenés, no?”, pregunta. “No, no
fumo, disculpá”, respondo, y me extiende la mano para saludarme. Le agradezco
nuevamente, y le pregunto su nombre. “Alejandro”, sin precisar nada y vuelve a
intentar perderse entre la multitud. Lo interrumpo: “¿No tenés algún lugar
donde pueda encontrar más escritos tuyos, o algo? Algo en internet, no sé…”. Alejandro responde, tan preciso como la muerte: “No, por ahora nada,
pero capaz algún día me haga un Facebook o algo; Alejandro Benítez es mi nombre,
por si algún día me lo hago”, con el mismo vicio que yo de pensar que sólo hay un Alejandro Benítez sobre la faz de la tierra –o del Facebook, que a esta altura, ya casi es lo mismo–.
Así Alejandro se
perdía y me dejaba ahí con su historia llena de amor, de abrazos, de ganas de encontrar,
de lástima de no saber, y de robarle una sonrisa al destinatario de sus
palabras, bajo el título a modo de carta, “cómo
escribirle al vino”. Un enigmático número ocho se imprime en los márgenes izquierdos,
superior e inferior. Un disparo al corazón que estalla dentro mío como bomba de
racimo, pero con plumas y cantares, con otros aires, con buenos aires y tantos
otros no-lugares. Me dejó maravillado y tuve que dejar ahí las páginas de
Krakauer que retomaría recién hoy, para seguir sorprendiéndome con lo que Sean
Penn no contó en su película.
Volví en el 39,
pensando absorto en todas las navidades que andan por ahí vagando sin que uno se
dé cuenta. Ví una de estrés pre-traumático a los gritos y corridas en el
shopping que fue calvario, una de soledades y bebidas que ni asoman a la sidra
Real que muchos hoy despreciaremos, una de encuentros, sonrisas y tocayeces, y una más
del regalo más lindo que tiene la navidad: lo inesperado, el tiempo y la tinta,
el animarse, el “disculpá que te interrumpa”, y la incógnita de un Benítez que
ni aunque se haga el Facebook volveré a encontrar. Y mientras escribía estas reflexiones, me encuentro con una más; con una
compañera de La Rioja, integrante “líder” de las listas negras de las mineras más poderosas que operan en el país –literalmente,
aunque resulte increíble–, que actualizaba su estado de Facebook con las siguientes palabras:
“Estaba pensando que las Fiestas se convierten en momentos de estrés cuando el centro de atención lo depositamos en la comida, los regalos, o en tener que compartir con gente con la que no tenemos ganas de hacerlo. Sería bueno disfrutarlas haciendo lo que nos gusta y no lo que nos imponen por costumbre!! Declararse vivo, tiene que ver con sacarnos las máscaras y ser auténticos aunque a los demás no les guste!!! Salud para todos y atrevámonos a buscar día a día la felicidad!!!!!! La VIDA espera por nosotros!!!”
Te tomo prestada
las palabras, Carina, y me voy a vivir mi navidad, a conciencia de todas esas
otras, mucho más lindas, mucho más frías, mucho más hipócritas, mucho más
reales, o mucho más lo que sea. Sean felices, y si el pie del árbol no les tiene preparada ninguna
sorpresa, reciban un abrazo cálido desde este punto del mundo que, por
insignificante e increíble que parezca, ustedes ya me lo han dado por el simple hecho de existir.
2 comentarios:
Como siempre Mauro, un gusto leerte.
No soy quien para felicitar, pero con lo poco 'quien' que soy te felicito!
Saludo!
Lau, gracias por animarse a comentar. Nadie es quién y todos somos quién, porque el qué precede al quién; un qué desarrollado absolutamente en un plano de igualdad entre los hombres.
Yo no soy quién para que mis palabras sean públicas, como usted no es quién para comentarlas. Pero todos somos qué, y hacemos, como entes auntárquicos que somos, lo que se nos cantan los cojones.
¡Salud!
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