
No puede achacarse la culpa a la banda en esta oportunidad, ni a ningún empresario que mueva los hilos desde las sombras. Pero ahí está, otra vez, manso y ajeno aunque inexorablemente potente, la fuerza del Estado que deja de lado su principal rol: la regulación. La administración de políticas públicas que converjan en un mayor nivel de sociabilidad. El control de los actos individuales que puedan poner en riesgo aquel enunciado colectivo.
Los fuegos de artificio siguen haciendo estragos. Estragos culposos, diría la justicia. Estragos con dolo eventual, categorizaría yo. La posibilidad existe, está implícita. Todos lo sabemos y de todas formas nos exponemos constantemente a su utilización y o coparticipación pasiva, típica de las almas benignas que ni a una mosca dañarían, pero construyen su rutina sobre los cuerpos de los agonizantes. El dolo eventual en esta figura, podría caberle al Estado; no hablando en términos penales ni jurídicos, está claro; pero en términos simbólicos, hay algo repetido que se sucede, que parece evidente, y que sigue tiñendo historias del negro más mórbido.
No quiero, ni voy, a juzgar prematuramente; tampoco soy quién para hacerlo. Sí para emitir una opinión, más aún por mi infame condición mi tristemente célebre experiencia. Sólo emito unas palabras surgidas del dolor de la repetición continua, de la falta de aprendizaje, de lo vana que puede resultar la sangre derramada y las vidas arrebatadas.
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