lunes, 8 de noviembre de 2010

DLXXXI: El monstruo que crece

El sendero se angosta al acercarte al precipicio. Barranco vacuo, sólo conformado por los sinsabores pasados en el incesante repiquetear de las metrallas a mansalva. De las sombras, las certezas. Del hastío aquella lágrima. Par al cuadrado de hilvanadas soledades, encontrándose una a una en los espacios que el destino les depare. Las garras del ser que mastica carne ajena crecen desde las tinieblas, y en su estela va dejando los cariños de un Estocolmo hipocondríaco. Marfiles sangrantes e insaciables, se aparecen recurrentes ante el espejo, retornando indemne al desafío inesperado. El virus de su entraña se disipa infectando de tiniebla el inframundo paralelo. Pasos perdidos tras su huella, pisando sin quererlo los talones esquivados. ¿Y por qué tanto hastío? ¿Por qué no volver a cagármele de risa en la cara al tirano hostil que marchita la primavera; al Rey Momo que con su ojo panóptico licúa las sonrisas de nuestro carnaval? Porque asquea, irrita, insiste. No dejar de serme fiel, ni por el monstruo que crece, ni por las rosas que quiera regar en mi jardín o las crisálidas que, acongojadas pero expectantes, devienen en bellas mariposas.

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