Veinticuatro horas, y
cuatro años, pasaron del momento que disparó el ahogo en llanto más profundo de
mi vida. Cuatro años después, no la lloré. Tampoco elegí recordarla en público,
sino centrarme en mí después de este largo tiempo. Mirar adentro, mover piezas, ver
si seguían vivas.
A lo largo de esta eternidad, desde el último beso inútil y el instante en que le juré una fidelidad
real, distinta, me ocupé de cambiar el afuera. Trabajé dedicando tiempo,
degradando prioridades y suprimiendo sentimientos, para que nunca más, nadie,
tuviera que pasar por lo que pasamos su familia, amigos, tantos otros y yo. Y ese tiempo, esas prioridades y, fundamentalmente, esa supresión sentimental, terminó por enquistarme en un
cajón que saludé y enterré, pero me enterró con él.
Decidí escribirle hoy,
porque los encargados de poner fechas somos Dios y nosotros mismos. No el mal
encarnado en un ser humano despreciable. Decidí que el 22 no la recordaría, no
como siempre, con tristeza y sumisión, sino con un esfuerzo voluntario por
vivir más plenamente lo que a mí no me arrancaron del cuerpo. Porque su vida
sigue presente en cada canción, en cada arcoíris.
Me entrego a su
recuerdo el día en el que aquel pobre tipo no puede siquiera influirnos. Porque
tu espíritu y el nuestro es superador al de la muerte. Porque todos, los
dolientes y los que, por una extraña fortuna, ya no lo son, pululamos por el universo intentando dejar lo mejor de nosotros. Si no lo dejamos, faltamos un poco el respeto
a esa excelsa oportunidad que nos ha tocado en suerte: la de vivir, con alegrías
y tristezas, miedos y entusiasmos, locura y libertad.
Por eso te recuerdo
hoy. Porque nadie me impuso recordarte en una magra efeméride. Porque me cago
en la verdadera muerte que vive en su cuerpo vacío de nada, contando minutos en
Marcos Paz. Esa es la muerte. Una que estoy empezando, tanto tiempo después, a
dejar atrás. Una que me acompañó desde chiquito, que revivió furiosa una noche
de diciembre y terminó por hacerme su esclavo desde que te fuiste.
Como ayer comencé a develar,
suele ser el esclavo quien domina al tirano; es él quien le su entidad. Y es de
ese sueño blindado de donde, tanto tiempo después, siento que estoy comenzando
a despertar. Para volver a la comunión con vos, con ella, con él, con todo.
Hoy me permito escribirnos.
Hoy me permito llorarnos.
No ayer. Hoy.